martes, 12 de enero de 2010

Esto ya no dió pa' más...

Esta no es una entrada común, apreciable lector(a) porque resulta que no voy a continuar la historia.

Si estás pensando que no voy a continuarla porque me dedicaré a asuntos más importanes en esta ocasión, o que debo proponer alguna discusión profundísima que urge a los destinos de la república, mis queridos amigos, se equivocan de parte a parte.

Resulta que después de darle vueltas y más vueltas al asunto ya no se me ocurre nada qué escribir sobre aquellos tiempos en que, con la ilusión del descubridor, recorrí un poquitito de las nórdicas tierras del Canadá en busca de fama y fortuna. Es también un buen momento para finalizar el asunto diciendo que -creo que es evidente- no sólo no encontré ninguna de ellas, sino que además regresé cargado de deudas, con poquísimo efectivo, falto de peso, con dos maletas enormes que tuve que arrastrar por el aeropuerto (de las cuales sólo una era mía) y más pálido que de costumbre -por inverosímil que parezca-.

Sólo diré que me despedí de aquel país con gusto y nostalgia a la vez. Sin embargo, al salir de Vancouver, amaneció cuando iba yo arribando al aeropuerto. La maravillosa ciudad que me acogió durante ocho meses se despidió de mí con un sol espléndido que tiñó de naranjas y púrpuras las nubes. Hice escala en Calgary, donde me despidió un frío de 3 grados y una nevada... si les digo que me dió tristeza cuando despegó el avión les miento cínicamente.

¿Han ustedes viajado en un camión flecha amarilla o rojo de los altos en un domingo a la hora de ir a misa? Si su respuesta, queridos lectores, es afirmativa, pueden comenzar a imaginar cómo iba yo en el avión, con una sustancial diferencia: si bien, tanto alteños como canadienses son más bien güeros, los condenados canucos son enormes.

Pedí asiento en ventanilla porque quería ver el mundo desde arriba. Soy un imbécil, debí pedir asiento de pasillo y ver pa'dentro.

El avioncete contaba con hileras de asientos agrupados de a tres con un pasillo, que parecía banqueta de Guanajuato, al centro y el espacio entre butaca y butaca era menor que el de un vocho. Sí, apreciables amigos, sí me dieron ganas de hacer pipí y, sobre las maniobras que debí realizar para lograr salir de ahí y llevar a efecto tan elemental necesidad fisiológica, baste decir que desde aquel día me considero un atleta.

Arribé a Puerto Vallarta ese mismo día a eso de las seis de la tarde y la brisa marina y los últimos rayos del sol maravilloso con que me recibió México de vuelta me hicieron aferrarme a la vida y me ayudaron a no desmayarme. Dicho de otro modo: el viaje fue horrible.

Pensarán, amables amigos, que ahí terminó al aventura, y estarán herrados. Aún faltaban 5 interminables horas de camión y el trabajo de lidiar con una montón de taxistas malvados y ladrones. Ni modo, me senté y pagué las cuotas. Caso cerrado.

Al llegar a casa mi madre me abrió la puerta, la abracé y cenamos. Reconocí mi casa, mi habitación, mis pertenencias... ¿les digo la verdad? yo sentí que venía llegando de la escuela un jueves: absolutamente nada. Yo me había marchado por la mañana del mismo día y volvía a casa al término de una jornada. Absolutamente nada.

Ya platicaremos más, queridos amigos. Ahora que nos hemos desembarazado del asunto del viaje podremos seguir con cosas más interesantes.

Abrazos para todos.

Desde el ombligo de la Luna.

Oscar Javier Orozco