lunes, 14 de septiembre de 2009

En donde terminó el principio I: "El desarrollo desestabilizador"...


Ahí terminó, mis amigos, la crónica de mis andanzas por aquellas nórdicas tierras. Jamás volví a escribir.

Hace poco platicaba con un querido amigo (Javier "San Pitacocha, virgen y mártir"), que por cierto introduciré después, ya que merece un capítulo aparte para él sólo, sobre la posibilidad de contar el resto de lo sucedido a partir de entonces y hasta mi regreso, pero ahora en retrospectiva, ahora que esa jornada ha terminado y puedo verla hacia atrás.

El problema es que creo que no hay mucho qué contar... a partir de ahí todo fue más bien en picada (y no empecemos con albures, por favor, no sean corrientes). Yo me sumí en una profunda depresión, no mucho después dejé de trabajar y eso acentuó mi depresión y el invierno nos cubrió - bastante tardío - con un grueso manto frío, blanco y húmedo... que terminó de rematar mi ya tan sobada depresión.

Puedo rescatar, sin embargo, el principio de la nieve. Yo estaba perfectamente quebrado - producto de los pagos a la escuela - y el trabajo no mejoraba mucho. Pasé el final de mi aventura laboral pintando tablones en una construcción donde, cabe mencionar, el asistente del superintendente - o sea el encargado de seguridad, llamado Safety - se burlaba de mí porque me costaba mucho trabajo moverlos (fácil decirlo para él, que medía como dos metros y pesaría unos 130kg o más).

El asunto con los tablones no era la cargada, que no me costaba el menor empeño, el problema era cuando había que mover los envoltorios (entre 40 y 60 leños cada uno, llamados en este caso pallets, para fines prácticos) y mi falta de masa corporal lo hacía un tarea verdaderamente complicada. Cada uno de los malhabidos pallets tranquilamente pesaba el doble que yo. ¿Cómo entonces, se preguntarán, lograba yo trasladarlos? Elemental, mi querido Watson, respóndoles: me ayudaba con una gato hidráulico. Ahí me tienen pataleando como Luigi (famoso personaje de Mario Bros.) sin poder jalar la maldita carga y al mentado Safety desternillándose de risa. El colmo de su diversión ocurrió un día que levantamos entre los dos una estructura que contenía soleras de hierro y yo juré que, del lado que yo lo traté de levantar, estaba clavada al suelo... comprenderán que resultó rigurosamente falso: al segundo intento lo levanté, pero le dí el pretexto perfecto para burlarse de mí hasta que le dolió el estómago.

Empezando Diciembre - como dije, bastante tarde según referencia de los que habían estado en años anteriores - nos cayó la primer nevada... un par de días después la segunda. Ante tal acontecimiento aprovechamos un día libre y nos fuimos al afamado Stanley Park a disfrutar del novedoso - al menos para mí - fenómeno meteorológico.

Nos acribillamos con bolas de nieve, armamos sendo monote con bufanda y sombrero y brazos de ramita de pino, como en las películas; nos tumbamos a hacer angelitos... en fin.... cuanto se nos ocurrió hacer con ella.

Créanme, yo sé de eso: después de un mes con la nieve casi hasta las rodillas, pide uno esquina.

Al compactarse, la nieve, se vuelve hielo y le da por adherirse fuertemente a las banquetas, lo cual imposibilita que uno mismo lo haga. No sé cuantas veces estuve a punto de irme de bruces y mucho menos cuanta gente habrá pasado un cómico rato viendo mis manoteos para conservar el equilibrio. Ni me quiero acordar.

Aquí cabe mencionar que, el mismísimo día primero de diciembre, yo ingresé a un curso matutino en la escuela y que dicho acontecimiento marcó mi vida de manera fundamental. Ahí vine a conocer al último de los rescatabilísimos personajes que mencionaré en esta minicrónica de aquellas andanzas: mi maestra... pero esa, es otra historia.

Desde el ombligo de la Luna.

Oscar Javier.

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